El jueves 6 de septiembre de 2012 a la edad de setenta años fallecía en Cáceres, su ciudad de acogida y de trabajo, Feliciano González Pérez, Profesor Titular de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social, Abogado, y amigo de sus (muchos) amigos.
Le conocí, como muchos jóvenes de nuestra generación, (de nuestras generaciones, podríamos decir) que estudiabamos derecho, hace más de veinte años, en la antigua Facultad situada del Palacio de la Generala, en el centro histórico del Cáceres Monumental. Cuarto curso se antoñaba duro en aquel entonces, con más asignaturas que los demás cursos, algunas muy duras, y otras enteramente nuevas, entre estas últimas figuraba Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social.
Como profesor era serio, pero agradable; exigente, pero accesible; poco dado a perder el tiempo, pero si tenía que dedicarte dos horas te las dedicaba con profesionalidad; no especialmente ‘duro’, pero sin convertir el Derecho del Trabajo en una ‘maría’. Si estudiabas, aprobabas; así de simple. Si sabías más de lo normal, obtenías buena nota. Si estudiabas mucho y sabías más de lo normal, te ponía un sobresaliente.
Le recuerdo entrando puntual, puntualísimo, perfectamente vestido en aquella aula enorme de la segunda planta, en la que fácilmente cabían sentados doscientos alumnos, subirse en la tarima, sentarse en la silla, desplegar sus notas de clase sobre la mesa y con exquisita precisión continuar las explicaciones por el preciso lugar que dejó el día anterior (o la semana anterior). Tengo ya un recuerdo caleidoscópico sobre aquellas clases, pero recuerdo con precisión meridiana un recurso pedagógico que él empleaba, y que yo hice mío desde que comencé mi carrera académica, y que nunca le dije que a él se lo debía… Cuando la muchachada comenzaba a alborotar el gallinero, D. Feliciano no se imponía con la voz, ni carraspeaba, ni movía las manos, o se levantaba violentamente, ni decía: ‘oiga, por favor cállense los del foro aquel’. No. Nada de eso, ese tipo de actitudes violentas y poco edificantes no iban con su carácter. Tampoco con su personalidad, más dulce y suave de lo que parecía. Es más, estoy convencido de que le parecían una ordinariez, una bobería, una simpleza, y una pérdida de tiempo, pues de nada sirve ese tipo de actitudes tan poco elegantes.
Simplemente bajaba el tono de voz, comenzaba a hablar más bajo, no en susurros, pero sí llamativamente más suavemente. Lo cual invertía los términos del reproche. Ya no era él el que reprochaba a los sedicentes alumnos su comportamiento poco educado con los compañeros que querían escuchar la lección, si no que eran estos, con una cierta tortícolis recurrente, los que pretendían liberarse del ruido de fondo, haciendo callar a los irreverentes discentes. Al final la lógica se imponía, y después de un par de veces en que empleó esa técnica el aula gigantesca quedaba desierta de mitad de bancada hacia atrás.
Otro recuerdo de su forma de impartir clase era, quién nos lo iba a decir ahora en estos tiempos boloñeses, que en el examen (por supuesto final) en el folio que te entregaba con las preguntas ya transcritas tras su enunciación apuntaba al lado entre paréntesis el número del tema, recurso ahora prácticamente obligado para todos los docentes.
Diez años después de aquel encuentro, tras ganar la condición de numerario en su Área de conocimiento tuve el placer de tratarle mucho más a menudo y de manera más cercana. Todas las semanas compartíamos unos minutos de amena charla, sobre las cuestiones académicas que nos trajinábamos en el día a día, y sobre otras cuestiones más mundanas.
Siempre, sin excepción, nada más atravesar la puerta de entrada al área, y antes de que pudiera aguzar el oído para detectar quien entraba, si compañero o alumno, decía con voz fuerte y grave: “buenas tardes Ángel”. Naturalmente me levantaba a saludarle mientras introducía la llave en la puerta de su despacho, ahora para siempre el de todos, y trazabamos una conversación en la que enlazábamos temas profesionales comunes y cuestiones de otro orden, generalmente triviales, nunca mundanas.
Feliciano era un conversador fabuloso. Cuando nos preguntábamos por alguna cuestión propia de cada uno (últimamente él a mi por mis hijos, yo a él por su condición de Bi-abuelo, como le gustaba denominarse a sí mismo) sus gestos y sus indicaciones, e incluso su modo de comportarse físicamente (relajado, abierto, sincero) revelaban que lo hacía con el más vivo interés, no solo con elegancia, que la tenía, y mucha, sino con profundo respeto al interesarte realmente por las cuestiones que estábamos tratando. No era una cosa más de las que hacía, en ese momento era la “cosa” que estaba haciando, la más importante. Te escuchaba con atención, sin prisas, (a pesar de la aceleración vital que la vida moderna impone a los poco inteligentes, que por supuesto no era su caso), con interés sincero y con esmero. Te hacía sentir único, como si lo más importante en ese momento fuese lo que te estaba preguntado. Nunca le faltó un recuerdo al día siguiente si te veía preocupado el anterior por tal o cual problema, varias fueron las llamadas que me hizo sólo para interesarse por cómo habían superado mis hijos tal o cual enfermedad infantil, muchas (siempre) para felicitarme la Navidad a mi y a los mios. Tengo que confesar que la única llamada que hice a un compañero de trabajo para darle la buena nueva de que mi mujer estaba embarazada fue a él, porque sabía positivamente que se alegraría sinceramente, como así fue. No hice más llamadas.
Pero cuando con Feliciano charlabas de cualquier otra circunstancia de la vida, de las noticias, de fútbol, de cualquier cosa, ¡ ay amigo ¡… hay estabas en otro nivel, en uno de mayores exigencias, en uno de “no para cualquiera”, a lo mejor sólo para los escogidos. Se mostraba -para quien no le trataba a menudo a lo mejor le sorprende- como una persona con un finísimo sentido del humor, y con una ironía preciosa, muy británica, de auténtico Englishman. Era capaz de hacerte sonreír con sus comentarios afilados y provocar un estado de ánimo positivo. Hilvanaba dos frases, una tras otras, al hilo del comentario o noticia del día de manera tan inteligente y natural que te alegraban la tarde.
Nunca le oí criticar a nadie de manera personal. Jamás hacer leña del árbol caído. Nunca le oí un comentario mal sonante, ni siquiera exagerado o mayúsculo. Era mesurado en el trato y en la palabra, en la forma de comportarse y en la de tratar a todos los que le rodeábamos, alumnos y compañeros. Equilibrado, abierto y de conversión sincera. De una manera u otra su estilo es el que todos tenemos en el área.
Billy Wilder se hizo colocar encima de la puerta de su despacho una inscripción grabada en una tabla de madera que decía liberalmente “¿Cómo lo haría Lubitsch?”. Cuándo tenía dudas de cómo resolver tal o cual plano, o cómo darle forma a este o a aquel diálogo, cuando decidía que actor escoger, o dónde rodar exteriores, en definitiva, cuando dudaba qué decisión tomar para la mejor resolución de un problema normal y natural de su trabajo que exigía una decisión definitiva por su parte, miraba la inscripción y con una empatía digna de encomio intentaba encontrar la respuesta que hubiera dado su maestro. No lo entendía como una sumisión a una autoridad insistentes, sino como la fórmula de acertar ante decisiones difíciles.
A partir de hoy cuando surgan esas cuestiones del día a día académico de cada área, cuando venga un alumno fuera de acta, otro que hizo el examen pero no quiere que le corra la convocatoria, cuando un erasmus no sepa ni articular una palabra en español más allá de la de “aprobado”, cuando un consejo de departamento exiga un pronunciamiento del área, o una junta de facultad cuente con nuestro criterio, ya sé cómo solucionarlo, pensaré, sin más, en “¿Cómo lo resolvería D. Feliciano?”. Es una forma segura de acertar, en el fondo y en las formas.
Me consuela pensar que no estará solo: José Mª Cruz, otro caballero español, con la elegancia interna y externa que caracteriza a nuestros mayores de Derecho, acompañará a D. Feliciano en lo que un sacerdote en la playa denominaba "ese veraneo eterno que es el cielo".
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